Un universo tan dado a los excesos y la mitomanía como el de la ópera necesita estrellas siempre nuevas que alimenten los sueños y las fantasías de un melómano cuya pasión acaso solo encuentre referente parecido en el deporte. La mezzo romana Cecilia Bartoli es hoy uno de esos astros que iluminan la escena de la lírica con un fulgor que recuerda el de las grandes divas del pasado. El impacto de Bartoli en los años 90 fue descomunal: esa técnica extraordinaria que le permitía resolver las agilidades virtuosísticas más extremas, unida a su bella voz, con un centro aterciopelado especialmente agraciado, hizo que muchos desempolvaran el recuerdo de las más prodigiosas voces de la historia, de Giuditta Pasta a María Callas.
Bien aconsejada, Bartoli supo moverse en el terreno que mejor le convenía, el mundo de Mozart y Rossini, de algunas de cuyas heroínas dejó muestras para el recuerdo, y luego entendió que el Barroco era también un espacio que convenía especialmente bien a sus medios. Un disco dedicado a Vivaldi junto a Il Giardino Armonico en 1999 encendió la mecha. Siguieron entonces colaboraciones con los mejores conjuntos historicistas europeos con música de Gluck, Salieri, Haendel y otros muchos maestros del XVIII, alcanzando un éxito espectacular, que desbordó los límites del clásico, con Sacrificium, un programa dedicado al mundo de los castrati.
En el Auditorio de Madrid, Bartoli cantó justo cuando se produjo la eclosión de su figura, en el Festival Mozart de 1991, pero no volvía a este escenario desde entonces. Ahora lo hará con el acompañamiento de la Orquesta de Cámara de Basilea, un grupo que en los últimos años, y convertido a los instrumentos de época, ha alcanzado un altísimo prestigio internacional, presentando en la capital esapñola su nuevo disco Mission, dedicado al compositor italiano Agostino Steffani. Vayan fortaleciendo los corazones.